El final del año y el principio de otro siempre lleva a mirar atrás. Es el momento en que involuntariamente o no, todos nos convertimos en notarios de nuestra propia vida, y damos fe de las personas que siguen a nuestro lado y las que ya no. Los que conforman nuestros días y noches, y las que han dejado un hueco y se han ido, para siempre o por un tiempo. De ahí que tenga la costumbre de, si es posible, ver a los amigos que sí están a principios de año.
Eso hice la semana pasada. Vi a una persona a la que admiro intelectualmente, por la que siento afecto, y de la que he aprendido mucho. Hacía mucho que no nos sentábamos a comer, y el abrazo que nos dimos fue al principio tentativo, incierto. Como si el cuerpo se preguntara, ¿sigues ahí? ¿Somos los mismos? Al cabo de un minuto, comprobé que así era. Retomamos el camino que habíamos recorrido, en días felices y también aciagos, exactamente en el mismo punto de comodidad y franqueza. Me contó lo que había hecho durante el tiempo que no nos habíamos visto, yo hice lo mismo y al cabo de tres horas nos despedimos con esa calidez que deja el alma feliz. Es lo que sucede cuando hablas con alguien que te quiere bien.
Igual que los colores se combinan para contrastar entre sí, las presencias hacen más obvias las ausencias, las forzadas y las voluntarias. Las personas que ya nunca podrán conversar con uno, que dejaron la frase a medias. No hay nada más desolador que una conversación interrumpida. Como las cartas que nunca llegan a su destino, las palabras que no se pronuncian son las más tristes del mundo. Quizá por eso las escribo, para que no se queden prisioneras de un diálogo imposible.