Cuando el mundo era del color de Pauline Kael, al escuchar la palabra «duelo», pensaba en Stanley Kubrick y en Scaramouche, en el prisionero de Zenda (Rupert de Hentzau siempre con el rostro de James Mason) y en los tres mosqueteros, en los acróbatas burlones del Burt Lancaster antes de probar el dulce olor del éxito. Eran sinónimos de saltos, piruetas, improbables equilibrios: eran fuegos artificiales. Más tarde vendría el beso moribundo de Perla, y los duelos de todos los desiertos, los disparos que siempre aciertan cuando deben, los Liberty Valance que muerden el polvo. Formaban parte de los mundos de papel y de celuloide, antes de los VHS, Beta, CD-Rom, DVD, USB y todas las siglas pasadas y futuras en las que aprisionamos imágenes.
Mucho tiempo después, en ediciones de tapas encuadernadas en marrones y verdes, papel biblia que sí era sagrado, finos dorados que imitaban la elegancia, descifré los duelos escritos, los que siempre implicaban el honor de una mujer (tanto en Rusia como en Vetusta). Seguían siendo «combates, peleas, retos, desafíos, enfrentamientos».
Con el aprendizaje formal, dentro y fuera de los recintos, descubrí que el duelo era también otra cosa: la cadena de la pérdida, formada por una letanía repetida. Negación, ira, negociación, depresión, aceptación. El significado nuevo llegó y conquistó su espacio con el frío que recubre nuestros recuerdos de infancia cuando la vida nos obliga a entenderlos de otra manera.
El duelo también puede ser hermoso: ahí están H de halcón, un libro que me robó las Navidades de 2014, El año del pensamiento mágico de Joan Didion y antes, Una pena en observación de C.S. Lewis. Aprendemos, intuimos que el dolor es belleza porque no hay verdad más pura que la pena. Lo sabía Keats, lo saben todos los poetas, lo sabemos si hemos sido heridos y aún con la cicatriz cerrada, lo recordamos. De lo inevitable hacemos una capa más de nuestra piel adulta, y se convierte en un fragmento de nuestro cuerpo.
Sigo prefiriendo las piruetas de mis héroes de la infancia, los disparos certeros de John Wayne, los duelos sin más dolor que la muerte del villano.