Stefan Zweig viajó a Brasil entre los años 30 y 40, y dejó escrito un texto titulado Brasil, el país del futuro. El escritor austríaco quedó deslumbrado por la riqueza, la energía y la exuberancia de las tierras brasileñas, y pronosticaba un futuro dorado para ese país. Ha sido, claro, mi lectura de cabecera durante el viaje a Brasil que empezó el pasado día 13 de junio. El destino, que por burlón y caprichoso siempre me hace dudar de si los dioses del Olimpo realmente fueron un mito, ha querido que precisamente durante mis días en Brasilia, el país viera un alud de protestas y manifestaciones de la gente ante la subida del coste de los transportes públicos, y el dispendio realizado con motivo de la Copa Confederaciones. Sin correr ningún peligro (como he asegurado repetidas veces a familia y amigos), he tenido ocasión de ver de cerca qué sucede cuando un país se estremece.
Naturalmente, mi viaje se desarrolla de transporte en transporte, de puerta a puerta, y las visitas están organizadas por mis anfitriones. Pero es que aunque quisiera, como suelo hacer, escaparme para pasear por las calles de la ciudad, Brasilia no se deja: es una ciudad desarrollada y creada por y para el coche, y mientras contemplo las extensiones de tierra verde y árboles inmensos, pienso en la ironía de que este país que veo se disfrute solamente desde una caja de cristal. La planificación urbana que dio lugar a Brasilia es un ejemplo, dicen todos, de la arquitectura de las ciudades de los años 70: monumental, racional, dividiendo la urbe en sectores (hoteles, compras, viviendas, hospitales, ministerios…) fácilmente accesibles, es cierto (para sí quisieran esta falta de atascos las megalópolis norteamericanas). Sin embargo, esta organización de la ciudad me recuerda al benevolente dictador de los videojuegos de construcción de ciudad, que empieza separando las zonas por conveniencia y acaba comprendiendo que las casas sin mercados cerca se mueren de hambre, y que los hospitales no pueden estar lejos de los núcleos de población. Las ciudades nacen y se desarrollan orgánicamente, pero Brasilia es una construcción artificial, para bien y para mal.
Visitamos Pontao do Lago Sul, un complejo de ocio de restaurantes y bares, de decoración a cuál más exótica y vistas paradisíacas al lago Paranoá, y J. G. Ballard me acompaña durante todo el trayecto: personas encerradas en coches, salas con aire acondicionado, bares-cabaña. Visitamos las librerías Saraiva, una de las principales cadenas del país, con tiendas situadas en los shopping malls, a la mexicana. Visitamos los enormes monumentos públicos de la ciudad, el cemento abrazando la tierra y los árboles. Visitamos, siempre, porque no nos quedamos nunca. ¿Para qué? Aquí no se pierde tiempo, las terrazas de los cafés (y George Steiner también está presente en mi visita) brillan por su ausencia, los centros comerciales son el alma vendedora y vendida de la urbe.
¿Esto es el futuro? Lo pienso continuamente: ¿esto es el futuro, este país de extensiones inmensas, hermosas, verdes, ricas, que ha contraído un forzado matrimonio con rascacielos, aire acondicionado, coches, autopistas? Forzado porque es falso, porque en las paradas de autobús solamente hay brasileños y en las de taxis extranjeros; matrimonio porque no hay forma de deshacer este crecimiento incongruente, porque Brasil necesita a los que venimos de fuera y nosotros también necesitamos a Brasil.
No sé si este futuro que Brasil está construyendo es el que Stefan Zweig creyó ver, y por lo que parece cuando miro por la ventana, los brasileños tampoco están seguros. La humareda de los neumáticos ardiendo, los carteles que me cuesta descifrar, la marea de gente en las avenidas de seis carriles: eso es Brasil hoy. Y al fondo, las colinas cubiertas de espesos bosques, el color verde y la tierra roja burlándose, quizá, de mis dudas, de los gritos y protestas, de la Copa y la ciudad artificial. Sabedora de que el futuro sí es suyo.