La devoralibros

El canibalismo de libros lo practiqué con fruición a los quince, los dieciséis, luego los veintidós y Dios mío, qué tan rápido llegaron los demás. La devoralibros que fui ha vuelto, y estoy gozosa. El denostado papel impreso me tiene presa y a gusto,  y no me dejo soltar. Estoy leyendo por placer y por trabajo; son dos yugos que se pelean por mis ojos y eso que yo se los cedo sin resistencia. Terminé con Joseph Conrad (si es que puedo dejar de pensar en el acantilado del viejo pirata y en la plata de la mina de santo Tomé) y me dejé caer por el palacio de los sueños y de las angustias de Imré Kerstez. Luego, porque prefiero equivocarme dos veces a no cometer errores, volví a caer en su abril quebrado. Después me apetecieron las fábulas de verdad e hice venir a Díaz del Castillo porque no hay como la crónica para romper para siempre y por un tiempo con el romanticismo. Y entretanto, le sigo prestando mis ojos a otros libros mientras éstos no miran. ¡Y sólo estamos en el mes de febrero! Me crecen los caninos cuando pienso en el festín de abril.